El simulacro del deseo: cómo las prótesis están desangrando el erotismo en el cine

El cine ha sido, desde sus albores, un juego de ilusiones, un artefacto que convoca lo irreal para convertirlo en experiencia. Sin embargo, hay territorios donde la ilusión, cuando se despoja de su esencia carnal, traiciona su propósito. Tal es el caso del erotismo en el cine contemporáneo, donde las prótesis han emergido como una herramienta que pervierte la esencia misma del deseo filmado. En esta evolución artificial del cuerpo cinematográfico, las prótesis en el erotismo son lo que el CGI a los efectos visuales: una simulación estéril que desplaza la crudeza y la autenticidad de la experiencia real.

Hubo un tiempo en el que el desnudo en pantalla era un umbral, una revelación que trascendía la piel para sumergirnos en el misterio del cuerpo filmado. Cada seno expuesto, cada curva revelada y cada desnudez frontal eran un pacto tácito entre el actor y el espectador, un atrevimiento que no solo alimentaba la sed voyeurística del cine erótico, sino que también exigía una entrega genuina. Lo erótico, en su estado más puro, se nutría de la vulnerabilidad y de la realidad del cuerpo humano. Ahora, el cine parece estar cediendo a una asepsia visual en la que el cuerpo se convierte en un simulacro, en una superficie de látex que niega el contacto con la carne.

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El pene de Jason Isaacs en The White Lotus

Dos ejemplos recientes han encendido el debate: en La sustancia (Coralie Fargeat, 2024), el supuesto desnudo de Margaret Qualley quedó desprovisto de su impacto al revelarse que llevaba una prótesis de pecho que ocultaba su carne real. Un gesto que pretendía ser transgresor acabó siendo una farsa; en lugar de la fragilidad de la piel, nos enfrentamos a un simulacro plástico. Algo similar ocurrió en la serie The White Lotus, donde el desnudo frontal de Jason Isaacs resultó ser otra proeza de la industria del látex. Si el desnudo en el cine ha sido históricamente una de las últimas trincheras de la verdad corporal, estas intervenciones prostéticas lo han convertido en una performance sin riesgo, una impostura sin deseo.

Las razones detrás de esta tendencia pueden rastrearse en una doble moral contemporánea: la industria, que sigue explotando el cuerpo como mercancía visual, ahora lo oculta detrás de una capa de artificio, evitando la crudeza de lo real mientras mantiene la promesa de lo explícito. Lo que alguna vez fue un acto de audacia y de exposición ahora se encapsula en una membrana de mentira, transformando lo erótico en una coreografía de goma.

El impacto de esta metamorfosis es devastador. El erotismo fílmico, al igual que el cine de acción antes de la hegemonía digital, dependía del riesgo, de la fisicidad del acto. Así como la veracidad de un salto imposible en una película de los setenta dependía de la valentía del doble de acción y no de la intervención del CGI, el impacto del desnudo cinematográfico dependía de la veracidad de la piel expuesta. En esta transición hacia lo artificial, el cuerpo ha dejado de ser una superficie de contacto para convertirse en un icono vacío, una proyección sin vida.

¿Estamos, entonces, presenciando la desaparición del erotismo en el cine? Quizás no su desaparición, pero sí su desangramiento. Si el deseo es, en esencia, la percepción de lo real a través del lente de la imaginación, la irrupción del látex y la simulación han neutralizado esa alquimia. Lo que antes era piel ahora es plástico. Y lo que antes era fuego, ahora es ceniza fría.

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