Elogio de la ingenuidad: en defensa del relato puro
Elogio de la ingenuidad: en defensa del relato puro
Vivimos en una época en la que la ficción parece avergonzarse de sí misma si no carga con el peso de la crítica social, del trauma, del análisis político o de la ambigüedad moral. Las series, en particular, se han convertido en una suerte de pasarela de madurez forzada, donde la complejidad psicológica, el cinismo narrativo y la oscuridad emocional ya no son opciones estéticas, sino requisitos de prestigio. La ingenuidad, por tanto, ha pasado a ser vista como un pecado. Peor aún: como un síntoma de inmadurez.
Y sin embargo, los relatos más puros —los que verdaderamente nos transforman— no son aquellos que se revuelcan en el barro de lo contemporáneo, sino aquellos que se atreven a creer sin ironía. Son los que, como El principito o E.T., o como la Star Wars original, no necesitan justificarse con subtextos densos ni sociologías implícitas. Son aquellos que, en lugar de pretender estar por encima de sus propias emociones, se lanzan de lleno en ellas, sin paracaídas, con el fervor de los niños que aún creen en los milagros.
Hay una valentía inmensa en narrar con candor. En escribir sin la coartada del desengaño. En componer mundos donde el bien y el mal siguen siendo fuerzas legibles, donde el héroe puede ser noble sin necesidad de traumas fundacionales, y donde el mal no necesita matices para ser temido. La pureza narrativa no implica ignorancia, implica elección: la de no permitir que la lucidez arrase con la belleza.

Lo que hoy muchas ficciones etiquetan como “adulto” —violencia moralizada, ambigüedad constante, personajes quebrados hasta la caricatura— no es necesariamente más profundo. Es, a menudo, una armadura. Un escudo frente al ridículo de sentir. Pero las obras que resisten al tiempo, las que se vuelven rituales generacionales, no son aquellas que logran explicarlo todo, sino aquellas que se atreven a ser emocionales sin cinismo.
La ingenuidad no es ausencia de inteligencia. Es una forma de coraje poético. Es la capacidad de narrar sin doble fondo, de confiar en que una historia sencilla puede ser también una revelación. En tiempos donde todo se ironiza, se comenta y se revisa en tiempo real, apostar por la transparencia emocional es casi un acto revolucionario.
El relato puro no teme parecer simple. Porque sabe que lo esencial no necesita ornamento. Porque recuerda que, antes que analistas, todos fuimos lectores o espectadores que lloraron con un robot solitario, un hobbit descalzo o una nave que cruzaba el hiperespacio sin más propósito que escapar hacia la libertad.

Tal vez ha llegado el momento de recuperar esa forma de mirar. No para negar la complejidad del mundo, sino para recordar que, incluso dentro de ella, aún hay espacio para lo luminoso, lo heroico, lo esencialmente bello. Como el niño que aún habita en nosotros, esperando que alguien le cuente un cuento… sin miedo a que ese cuento lo haga soñar.