La gran mentira de Netflix: cómo el streaming está asesinando al cine mientras presume de salvarlo
La herida del séptimo arte: la falacia del «salvador»
El reciente pronunciamiento de Ted Sarandos, co-director ejecutivo de Netflix, afirmando con firmeza que su plataforma está «salvando Hollywood» mientras tilda la experiencia cinematográfica colectiva de “pasada de moda”, revela de manera descarnada la fractura espiritual y estética que sufre hoy el séptimo arte. Hay en sus palabras una suerte de cinismo altivo, un gesto de modernidad mal entendida que confunde la conveniencia del consumo privado con la esencia misma del cine.
El cine, entendido no como un mero suministro de productos audiovisuales, sino como un arte de comunión, de latido compartido en la penumbra, nació como un acto colectivo. No es casual que la sala oscura, ese templo laico donde los sueños se revelan en imágenes titilantes, se haya convertido en el lugar por excelencia donde se forja la memoria emocional de generaciones. Despreciar esta dimensión comunitaria no es solo desconocer la historia, sino mutilar el corazón mismo de la experiencia cinematográfica.

Sarandos afirma que «los consumidores» prefieren ahora ver películas en sus hogares, y lo presenta como un signo inevitable del progreso. Pero ¿es el deseo del consumidor el nuevo patrón oro de la cultura? ¿Acaso no fue siempre labor del arte —y del cine como su manifestación moderna más visceral— elevar, desafiar, proponer experiencias que trascienden la mera comodidad? El arte que se somete ciegamente al capricho instantáneo de las audiencias deja de ser arte para convertirse en mercancía perecedera, en alimento rápido de una sociedad cada vez más anestesiada.
Netflix, indudablemente, ha producido obras de mérito, como Mank, pero el grueso de su catálogo está saturado de títulos anodinos —La madre de la novia, Mi primer beso, Los feos o 365 días—, películas concebidas no como actos creativos que exigen un espacio digno de contemplación, sino como contenido serializado que coloniza el tiempo de ocio. El volumen apabullante de estos productos evidencia un modelo de producción donde la cantidad asfixia a la calidad y donde la vocación artística se supedita a la saturación del mercado.

Es revelador, además, que el propio Sarandos reconozca que la breve exhibición en salas que algunas películas de Netflix realizan no es un tributo al arte cinematográfico, sino un mero trámite estratégico para ser consideradas en premios como los Oscars. La sala de cine, para estos nuevos mercaderes del entretenimiento, no es más que un requisito funcional, no un espacio sacro.
La narrativa de Sarandos pretende pintar a Netflix como la gran adalid de la democratización del cine, llevando «a todos los hogares» obras que antes quedaban reservadas a unos pocos privilegiados. Sin embargo, esta supuesta democratización no es otra cosa que una homogeneización banalizante: películas vistas de forma fragmentaria, interrumpidas por notificaciones, cocinadas entre conversaciones, degradadas en pantallas diminutas que mutilan su gramática visual.
No, señor Sarandos: el cine no es simplemente «ver películas». El cine es ceremonia, es ritual, es inmersión. Es sentarse en la oscuridad entre desconocidos y, en ese anonimato compartido, conmoverse juntos ante una historia, sentir cómo las imágenes adquieren un peso y una presencia que ninguna pantalla doméstica podrá jamás reproducir.
Reducir el cine a una experiencia individual y fragmentaria no es salvarlo; es disolverlo. Queda aún una estirpe de creadores y espectadores que entienden que el arte no puede ser dictado por los índices de consumo, y que la resistencia pasa por seguir defendiendo el espacio sagrado de la sala, por pequeña que sea la trinchera.

Que no nos engañen: lo verdaderamente «anticuado» no es soñar con el cine como un acto de comunión. Lo anacrónico, lo verdaderamente regresivo, es convertir el arte en mero consumo pasivo. Mientras en algún rincón del mundo un grupo de almas siga dispuesto a reunirse en torno a una pantalla grande, en silencio y en sombras, el cine —el verdadero cine— resistirá.