La Mirada Pérdida del Hombre: Reflexiones sobre la Deshumanización Contemporánea

La Mirada Pérdida del Hombre: Reflexiones sobre la Deshumanización Contemporánea

Vivimos en una época en la que la especie humana, paradójicamente en la cima de su desarrollo técnico, parece haber extraviado el eje más elemental de su condición: la humanidad misma. Nos hemos convertido en espectadores indiferentes de un mundo en llamas, donde la tragedia ajena es absorbida con la misma fugacidad con la que se desliza un dedo en la pantalla de un teléfono. El dolor de los otros ha sido reducido a entretenimiento, a paisaje de fondo, a una mueca fugaz antes de pasar al siguiente vídeo viral. ¿Cuándo dejamos de mirar al otro como a un igual? ¿En qué momento el «yo» se volvió un absoluto y lo demás, un decorado?

Las guerras, esas carnicerías modernas cubiertas de ideologías y cifras, se retransmiten hoy como si fueran ficciones de gran presupuesto. Cuerpos destrozados, madres gritando entre escombros, niños manchados de polvo y miedo… y sin embargo, nuestros ojos ya no tiemblan. Vemos y no vemos. Asimilamos esas imágenes con la misma entereza con la que miramos una serie de Netflix después de cenar. La tragedia se ha vuelto estética. La muerte, un concepto difuso. El horror, una rutina visual que nos exime de la empatía.

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La pobreza, por su parte, se ha vuelto parte del mobiliario urbano. Cuerpos acurrucados en las aceras, miradas huecas que piden algo más que monedas —tal vez una palabra, un gesto, una mínima reafirmación de existencia—, son evitados con elegancia coreografiada. Nos apartamos de ellos como quien esquiva un charco, como si fuesen basura orgánica o sombra fuera de lugar. Y, sin embargo, no tenemos reparo en pagar sumas absurdas por lo superfluo: un agua de tres euros en una terraza con vistas, un café con leche decorado con espuma en forma de corazón. ¿Qué disonancia moral nos permite ese salto sin vértigo?

En medio de esta decadencia silenciosa, la religión —ese reducto de significados profundos, de vínculos trascendentes y llamados a la compasión— ha sido relegada a la categoría de antigualla. No interesa el mensaje de amor ni la ética del perdón. Nos molesta. Nos acusa con su sola presencia. Porque no queremos ser conscientes de nada más allá de nuestro pequeño ombligo virtual. La idea de un Dios que llama a ver en el otro un hermano, de una espiritualidad que trasciende el egoísmo, resulta casi insultante en esta era donde lo divino ha sido sustituido por el gimnasio, el tatuaje, el culto a la imagen y al instante.

En realidad, no es que el ser humano ya no necesite de la religión: es que ha aprendido a ignorar su voz. Ha convertido el silencio interior en ruido, la meditación en distracción, el amor universal en slogan publicitario. Porque, para quien ha caído del lado cómodo del mundo —ese lugar donde la comida llega a la mesa, el agua corre del grifo y la muerte es algo que ocurre lejos—, la religión ya no sirve para nada. No es rentable. No se puede monetizar ni mostrar en una story.

Y sin embargo, la pregunta sigue vibrando como una herida mal cerrada: ¿somos aún humanos? ¿O solo nos parecemos a ellos? Tal vez sea hora de recuperar la mirada, la verdadera, la que no se limita a observar, sino que ve. La que reconoce al otro no como amenaza ni como molestia, sino como un reflejo propio. La que sabe que en el sufrimiento ajeno se revela la medida exacta de nuestra humanidad.

Quizás entonces, al fin, podamos volver a merecer nuestro nombre.

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