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«La montaña inmóvil de Doom: el paisaje que desafía al tiempo»

Cuando en 1993 Doom irrumpió en los hogares, redefinió para siempre la relación entre el jugador y el videojuego. No se trataba simplemente de un salto gráfico o de mecánicas más pulidas; Doom nos ofreció la experiencia de ser, de habitar su mundo desde una perspectiva en primera persona que transformaba a quien jugaba en un protagonista sin mediación aparente. Todo se sentía inmediato y visceral: los demonios emergiendo de las sombras, el rechinar de las armas cargadas de furia, y esa banda sonora que latía con la urgencia de un corazón atrapado en el infierno. Sin embargo, en medio de ese frenesí de violencia y oscuridad, existía un elemento profundamente contemplativo: las montañas que asomaban tras las ventanas y los muros de las bases marcianas.

La montaña en Doom no solo era un elemento estético; era un símbolo. Era un recordatorio de nuestra pequeñez frente a lo eterno, de la existencia de un mundo que transcurría indiferente al caos del jugador y su lucha contra las hordas infernales. En su quietud, la montaña ofrecía una reflexión implícita sobre la dualidad de la experiencia humana: la lucha frenética por la supervivencia frente a la serenidad inalcanzable de lo eterno. Era como si el verdadero misterio de Doom no estuviera en las puertas cerradas o en los demonios acechantes, sino en ese exterior que parecía contener una historia propia, muda pero poderosa.

En términos artísticos, la montaña era un cuadro vivo dentro del videojuego, un ejercicio de economía visual que lograba con pocos trazos transmitir una profundidad inusitada. Al igual que una obra del romanticismo pictórico, las montañas de Doom evocaban lo sublime: esa mezcla de asombro y temor que experimentamos ante la vastedad de la naturaleza o lo desconocido. Al mirarlas, el jugador podía sentir que estaba contemplando algo más allá de lo humano, algo que trascendía tanto el tiempo como el espacio.

Quizá, parte de la magia de estas montañas radicaba en lo inalcanzable. Nunca podías caminar hacia ellas, nunca explorarlas. Eran una promesa suspendida, una interrogante que quedaba sin respuesta. Este espacio exterior, siempre visible pero invariablemente fuera de nuestro alcance, creaba un contraste poderoso con los corredores cerrados y los pasillos oscuros del juego. Donde el interior de Doom era un caos de constante movimiento y peligro, el exterior se presentaba como un refugio que solo podía ser contemplado, nunca habitado.

La montaña de Doom

Las montañas de Doom también funcionan como un dispositivo narrativo implícito. Sugieren que, pese a la inmediatez de los horrores del juego, existe un mundo más allá, un contexto más amplio para los eventos que vivimos en primera persona. Este mundo exterior, sin embargo, no es tranquilizador. Su inmovilidad y su vastedad proyectan una soledad inquietante, como si incluso allí, más allá de los confines del infierno marciano, esperara algo desconocido y potencialmente más aterrador. La montaña de Doom

Tal vez las montañas de Doom nunca deban ser exploradas. Su poder reside precisamente en su misterio, en su capacidad para recordarnos que, a veces, lo que no podemos alcanzar o comprender es lo que verdaderamente nos mueve a imaginar.