La selva invisible: el erotismo silente en La selva esmeralda
La selva invisible: el erotismo silente en La selva esmeralda
Hay filmes cuya epidermis narrativa —aventura, denuncia, exotismo— oculta bajo sus capas un pulso sensual apenas perceptible, una corriente de deseo que atraviesa las imágenes sin volverse explícita. La selva esmeralda (1985), del visionario John Boorman, es uno de esos filmes. Apoyándose en la exuberancia del paisaje amazónico y en una dramaturgia de reencuentro y pérdida, Boorman compone una obra atravesada por el erotismo, aunque jamás pronunciada en términos de deseo manifiesto. Su triunfo radica en la delicadeza: en cómo el cuerpo es exaltado sin ser codificado como objeto sexual, en cómo la sensualidad se filtra en lo profundo sin contaminar la superficie narrativa.

La historia —un ingeniero estadounidense que busca a su hijo raptado por una tribu amazónica— se despliega como un relato de choque cultural, pero también como una progresiva inmersión en lo instintivo, lo corporal, lo ritual. Lo notable es que Boorman evita la trampa del exotismo sexualizado que tanto ha contaminado otras miradas occidentales sobre pueblos indígenas. En su lugar, enmarca los cuerpos desnudos en una lógica de pureza, de naturalidad desprovista de las claves pornográficas de la mirada dominante.
Los cuerpos —especialmente el del joven Tommy, convertido en miembro de la tribu “invisible”, y el de las mujeres que lo rodean— aparecen con frecuencia completamente expuestos, pero nunca están erotizados desde la planificación visual. La cámara de Boorman, siempre reverencial, los filma como parte del ecosistema, no como focos de deseo. El desnudo se vuelve entonces una segunda piel de la selva misma, una expresión de comunión con el entorno, no de provocación. La carne, así tratada, deja de ser fetiche para devenir símbolo: de libertad, de inocencia, de pertenencia.

Y, sin embargo, el erotismo está allí, como un murmullo en la espesura. La escena de la unión de Tommy con su pareja en la tribu, por ejemplo, está compuesta con una delicadeza que roza lo místico. No hay obscenidad, pero sí un lirismo carnal que remite a lo sagrado de lo erótico en ciertas cosmogonías indígenas. El deseo no es representado como transgresión, sino como rito de paso, como afirmación de identidad.
Boorman consigue, de este modo, una alquimia infrecuente: la de presentar cuerpos bellísimos, jóvenes, plenos, sin que ello derive en cosificación. La planificación —largos planos fijos, movimientos suaves, iluminación natural— contribuye a este tratamiento respetuoso y casi espiritual. La selva es testigo, no espectadora. No hay voyerismo, porque no hay distancia.

Pero esta invisibilidad del erotismo —este erotismo de lo no dicho— se sustenta también en la estructura dramática del film. El foco está siempre en la relación padre-hijo, en el conflicto entre el mundo tecnocrático y el mundo ancestral, en la violencia ecológica que se cierne sobre el paraíso. El espectador, sumergido en esta tensión dramática y ética, no se detiene en la sensualidad de los cuerpos, aunque la perciba, la intuya, la reciba como una vibración estética.

El erotismo en La selva esmeralda no es añadido, sino intrínseco al universo que representa. Está en el barro que cubre los cuerpos, en el sudor que brilla bajo el sol, en el gesto lento de una mano sobre una piel ajena. No necesita declararse porque está inscrito en la respiración misma del relato.
Así, Boorman nos entrega un ejemplo magistral de cómo el cine puede incorporar lo erótico sin caer en el espectáculo de la carne. Un film donde el deseo no estalla, sino que se insinúa; donde la sensualidad no compite con el drama, sino que lo acompaña subterráneamente; donde los cuerpos no son instrumentos narrativos, sino presencias que respiran, que aman, que pertenecen.

La selva esmeralda es, en definitiva, una película que susurra al deseo sin nombrarlo, lo delinea de forma sutil ya sea con una sombra o un ramillete de bananas, convoca la sensualidad como forma de comunión, no de consumo. Y en ese gesto, casi invisible, encuentra una forma de erotismo más poderosa que la más explícita de las escenas: la del deseo que no necesita mostrarse porque ya lo inunda todo.