No a Uber, Coca Cola y Tesla tras la subida de aranceles de Donald Trump

Por qué deberíamos dejar de consumir productos estadounidenses que no son de primera necesidad tras la subida de aranceles de Donald Trump

En un mundo donde las relaciones comerciales marcan profundamente la geopolítica y el bienestar económico de los países, las decisiones arancelarias no son actos inocuos ni puramente técnicos. La reciente subida de aranceles impuesta por la administración de Donald Trump a productos españoles y europeos constituye una declaración de intenciones: una muestra de proteccionismo agresivo, unilateralismo económico y desdén hacia el principio de reciprocidad que debería regir el comercio internacional. Ante esta actitud hostil, resulta legítimo —e incluso necesario— plantearse una respuesta desde la esfera ciudadana: la del consumo consciente, político y estratégico.

No se trata de una proclama incendiaria ni de una incitación al aislamiento. Sabemos bien que en la era digital, renunciar a ciertos productos estadounidenses como Google, Microsoft o Apple es, por ahora, poco menos que imposible. Estos gigantes tecnológicos son infraestructuras esenciales del mundo contemporáneo, y la economía —tanto pública como privada— depende profundamente de sus servicios. No obstante, hay una vasta gama de productos y marcas norteamericanas que no constituyen una necesidad, y cuya sustitución es perfectamente viable, incluso deseable.

whatsapp-image-2023-09-18-at-18-37-31-1024x683 No a Uber, Coca Cola y Tesla tras la subida de aranceles de Donald Trump

¿Es necesario comprar un Tesla cuando existen alternativas eléctricas igualmente eficientes y de producción europea, como un Renault Zoe, un Volkswagen ID.4 o un Cupra Born? ¿Es imprescindible pedir un Uber cuando uno puede tomar un taxi, sosteniendo así a los trabajadores del propio país y preservando un modelo profesional y regulado? ¿Tiene sentido acudir a McDonald’s cuando en cualquier esquina de nuestras ciudades puede encontrarse un restaurante que ofrece hamburguesas igual o más sabrosas, elaboradas con productos de cercanía y sin la pátina estandarizada del fast food globalizado?

El argumento aquí no es únicamente económico, sino también ético y cultural. Cada vez que optamos por una marca estadounidense prescindible, estamos alimentando un sistema que no duda en penalizar nuestras exportaciones, castigar a nuestros agricultores o utilizar el comercio como arma diplomática. Elegir un restaurante local frente a una cadena global, o una marca europea frente a una estadounidense, es una forma de resistencia civil y de afirmación de nuestra soberanía económica.

Además, reducir el consumo de productos de origen norteamericano con escaso valor añadido real para nuestra vida cotidiana no implica un retorno al proteccionismo primitivo, sino una apuesta por una economía más equilibrada, más justa y menos dependiente de las dinámicas impuestas por una superpotencia que —una y otra vez— ha demostrado no estar interesada en el juego limpio.

Europa posee la capacidad, el talento y la diversidad suficiente como para autoabastecer gran parte de sus necesidades de consumo. Apoyar nuestras marcas, nuestras infraestructuras y nuestros trabajadores no debería ser visto como un gesto de nacionalismo trasnochado, sino como un acto de dignidad y madurez económica. Si Trump decide cerrar puertas, pongámonos en pie con inteligencia: no con gritos ni pancartas, sino con la serena firmeza de nuestras decisiones cotidianas. El boicot racional y selectivo puede ser, hoy más que nunca, un gesto poderoso.

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