Obra de culto | ‘Golpe al sueño americano’ (1987): el ocaso dorado del rosa ochentero

Golpe al sueño americano (1987): el descenso dorado que nadie quiso mirar

Pocas películas en la historia del cine ochentero han sido tan profundamente incomprendidas, ninguneadas en su estreno y posteriormente enterradas en el olvido, como Golpe al sueño americano (Less Than Zero, 1987). Y sin embargo, pocas merecen tanto una recuperación urgente y apasionada. Esta adaptación libre —y libre en el sentido más artístico— de la novela de Bret Easton Ellis, dirigida por el casi fantasmal Marek Kanievska, es una joya quebrada: onírica, delicadamente dolorosa, envuelta en neón, en silencio, en una música que no solo acompaña, sino que narra. Un film donde la decadencia no es provocación, sino estado del alma. Donde la belleza y la destrucción se abrazan sin escándalo, como si fueran viejos amantes.

Desde su primera secuencia, Golpe al sueño americano establece un universo sensorial que no responde al naturalismo ni al realismo social, sino a la percepción emocional de un tiempo y una generación que se extinguía mientras aún parecía bailar. Kanievska, con una sensibilidad prodigiosa, teje un relato que es al mismo tiempo físico y etéreo, donde la luz enferma de California se transforma en fiebre visual, donde el lujo se corroe desde dentro y la juventud se convierte en una forma de melancolía prematura.

Robert Downey Jr., Andrew McCarthy y Jami Gertz —tres rostros emblemáticos del cine adolescente de la década— se prestan aquí a un juego mucho más peligroso: el de la pérdida sin épica, el de la fragilidad sin redención. En sus cuerpos, que todavía recuerdan los gestos de la comedia juvenil, se encarna ahora la tragedia del deseo desbordado, la adicción como síntoma del vacío, la imposibilidad de volver a casa aunque la casa siga en pie.

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La puesta en escena, acompañada por la fotografía espectral de Edward Lachman y un montaje hipnótico, convierte cada escena en un fragmento flotante de sueño roto. La música —una selección absolutamente icónica de la época, a la vez que inquietantemente introspectiva— no es nunca decorado, sino tejido dramático. Kanievska construye el ritmo emocional del film como un lamento danzado: cada plano es una nota, cada pausa un golpe sordo al corazón.

Lo más fascinante es que, desde su aparente fracaso, Less Than Zero se ha deslizado silenciosamente por el inconsciente colectivo del cine contemporáneo. La melancolía estilizada de Drive, los suspiros poéticos de Terrence Malick, la vibración caótica de Chungking Express, la delicadeza urbana de Anora y otros muchos films reconocidos deben, en parte, su forma, su tono, incluso su sensibilidad estética, a este relato dorado y enfermo que Kanievska supo filmar con una pureza casi dolorosa.

Golpe al sueño americano no fue un éxito. No fue celebrada. Pero fue algo mucho más difícil de lograr: fue original, fue sincera, fue moderna antes de tiempo. Y por eso, hoy, entre las ruinas de lo que creímos del cine de los 80, esta película emerge como una reliquia encendida. Una obra maestra que no pide permiso, que no necesita rescate comercial, pero que exige, con silenciosa firmeza, ser contemplada con los ojos bien abiertos y el corazón en carne viva.

‘Golpe al sueño americano’: el ocaso dorado del rosa ochentero

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Hay películas que no envejecen, sino que maduran en silencio, como un vino olvidado en una bodega oculta del cine. Golpe al sueño americano (Less than Zero, 1987), dirigida con una sensibilidad abrumadora por Marek Kanievska, pertenece a ese linaje sagrado y subterráneo de obras mal recibidas en su tiempo, escasamente celebradas en el presente, pero que contienen en su interior el germen luminoso del culto eterno. Una joya de superficie rugosa, de terciopelo maltratado, que es al cine de los 80 lo que Paris, Texas fue al drama germanoamericano: una obra maestra que susurra, que brilla sin necesidad de focos, que late con ritmo propio.

Kanievska, que venía del exquisito y gélido retrato social de Another Country, da un salto sin red hacia un universo cargado de neón, vicio, deseo y humo, pero lo hace con la finura de un director que entiende que la estética es también una forma de moral. Golpe al sueño americano no es un thriller ni un drama romántico: es un ballet trágico, una elegía al cuerpo joven y al alma errante de los 80. Si Hughes pintaba a los adolescentes con tonos pastel y travesuras de instituto, Kanievska sumerge a sus criaturas en el barro dorado de la experiencia. Aquí el rosa es vencido por un amarillo enfermizo, nocturno, donde el sexo no redime, el juego no recompensa y el amor es tan esquivo como la suerte.

Este tránsito del rosa al amarillo es una de las claves visuales más poéticas y crueles de la película. Las risas adolescentes se ahogan en copas medio vacías y capsulas de nieve. La alegría impostada se derrite en una noche interminable. Y así, el joven romántico interpretado por Andrew McCarthy —con esa belleza lánguida de ídolo caído— se convierte en un símbolo de toda una generación que creía en el progreso, en la independencia, en el sueño americano… hasta que ese sueño se revela como una estafa teñida de humo.

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Kanievska arma su puesta en escena como un coreógrafo de la melancolía: planos que se deslizan como miradas, sombras que bailan sobre los rostros, una cámara que nunca interrumpe el deseo de los personajes por ser amados aunque sea por un instante. La ciudad, por supuesto, no los escucha. Como en los mundos de Altman o los silencios abrasadores de Malick, todo lo importante ocurre fuera de campo. Hay un aire irrespirable, no por la tensión, sino por la emoción retenida.

Y sin embargo, nada aquí es gratuito. Nada es impostura. El drama se inscribe con armonía visual y sonora. La música —entre jazz crepuscular, baladas lastimeras y ecos sintetizados— actúa como una segunda voz interior. No acompaña: traduce. La banda sonora no ilustra la acción, la explica desde lo emocional, convirtiendo cada escena en un fragmento de ópera íntima.

La interpretación de Robert Downey Jr. es, en este contexto, esencial: no se trata solo de encarnar al ángel caído, sino de ser la figura trágica que resume al adolescente americano entrando a la vida adulta como quien cae por una escalera de terciopelo. Junto a él, Jami Gertz —letal y frágil, como una femme fatale herida por su propia belleza— entrega uno de los papeles más complejos y subvalorados de su carrera. Y Andrew McCarthy, desde su podio de cinismo, es la presencia que vela por todos: un aspirante a crecer y un titiritero que conoce el desenlace pero aún ama la función.

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Hoy, Golpe al sueño americano debería ser elevada como una de las grandes obras de culto del cine ochentero. Porque en ella están las semillas del cine posterior de autor que también navega entre el deseo y el fracaso. Paul Thomas Anderson bebe de esta cadencia nostálgica en Hard Eight o Boogie Nights; Andrew Dominik recoge su luto elegante en Killing Them Softly; Refn reimagina sus luces de neón y su languidez narrativa en Drive; Sofia Coppola captura su tristeza contenida en Lost in Translation; Sean Baker resucita su sensibilidad por los márgenes en The Florida Project, y hasta Wong Kar-wai parece haber intuido este ritmo dorado y triste cuando compuso sus obsesiones en Days of Being Wild o In the Mood for Love.

Kanievska, lejos de imitar, es aquí un alquimista silencioso que mezcla a Kubrick con Malick, a los hermanos Scott con Visconti, y construye un film que camina solo. Golpe al sueño americano no es solo una película sobre un desenlace a uan estirpe de jóvenes elegidos: es un poema sobre la imposibilidad de ganar cuando todo lo que se apuesta es el alma.

Una obra irrepetible. Una cinta que arde despacio. Un clásico no reconocido que, como el buen cine, espera a ser encontrado por quienes aún saben mirar.

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