Una breve historia del erotismo y el desnudo en la pintura académica del siglo XIX
Una breve historia del erotismo y el desnudo en la pintura (II): la pintura académica del siglo XIX
Edward Poynter: La cueva de la tormenta: ninfas (1903)
A lo largo del siglo XIX, en el contexto de la Inglaterra victoriana —y por extensión, en buena parte de la Europa decimonónica— el desnudo y la sexualidad eran asuntos envueltos en un denso velo de tabú y represión moral. Esta atmósfera de censura social fomentó, paradójicamente, una fascinación aún más intensa, cultivando una doble moral que autorizaba en la esfera privada lo que se condenaba públicamente. Los artistas del periodo, acuciados por estas tensiones, idearon ingeniosos pretextos para incluir el desnudo en sus composiciones, ya que la representación directa del cuerpo en un entorno contemporáneo era, sencillamente, inadmisible.

Uno de los recursos más frecuentados fue la evasión hacia mundos fantásticos, oníricos o legendarios, muchas veces inspirados en mitologías marinas y figuras como sirenas o ninfas. Este tipo de ambientación cobró particular fuerza en Gran Bretaña, potencia marítima por excelencia, cuya identidad insular mantenía siempre presente la cercanía del océano. En obras como La sirena y el pescador de Lord Leighton (1858), se desafía con audacia los límites de la decencia impuesta por la sociedad victoriana. La carnalidad explícita y el contacto físico entre los protagonistas, en una época en que la vestimenta femenina tendía a ocultar hasta el último indicio de anatomía, rozaban lo escandaloso y lo obsceno.
Lord Leighton: La sirena y el pescador (1858)
El largo cabello femenino, símbolo de sensualidad y abandono, era considerado un atributo de profundo erotismo. Por ello, su representación se hizo recurrente en este tipo de lienzos. En La sirena (1902) de William Waterhouse, se conjugan todos los elementos que podían cautivar la imaginación de los rígidos y moralistas victorianos: una belleza etérea y fascinante, una desnudez sugerente envuelta en libertad primitiva y una atmósfera misteriosa que sirve de fondo evocador.

William Waterhouse: La sirena (1902)
Otra estrategia recurrente fue el recurso al imaginario de la Antigüedad clásica. El mundo grecolatino, con sus esclavas, baños públicos, termas y rituales, ofrecía un marco culturalmente legítimo para representar el cuerpo desnudo sin escándalo. En este contexto, la pintura de Lawrence Alma-Tadema destaca por su meticulosa reconstrucción de interiores y su sensibilidad para el detalle, desde los mármoles hasta las flores, pasando por la voluptuosidad de las figuras humanas.

En estas obras se conjuga el interés artístico con el rigor arqueológico. Las reconstrucciones idealizadas de la Grecia y la Roma antiguas resultaban fascinantes para el público de la época, ávido de un pasado que se presentaba como noble, luminoso y exento de vulgaridad. Era un mundo habitado por cuerpos perfectos, rostros serenos y una sensualidad sublimada por la cultura.

Una variante singular de estas representaciones clásicas fue la recreación del universo babilónico. En este caso, la mezcla de refinamiento, crueldad y exotismo, sumada a su destino trágico y sangriento, ofrecía el escenario ideal para composiciones dramáticas, saturadas de cuerpos agitados y escenas de desesperación. Un ejemplo paradigmático lo hallamos en La muerte de Sardanápalo de Eugène Delacroix, donde la violencia se entrelaza con la voluptuosidad en una visión apocalíptica del deseo y la destrucción.
Delacroix: La muerte de Sardanápalo
Otro ámbito que ejerció una poderosa atracción sobre los artistas europeos fue el Oriente. Aquellas tierras lejanas evocaban, a los ojos de Occidente, una enigmática combinación de sensualidad, exotismo y barbarie. El punto de partida de esta fascinación puede situarse en el viaje de Delacroix al norte de África en 1832. Sus pinturas ambientadas en Argelia conmocionaron al público francés, revelando un universo cercano en lo geográfico pero radicalmente distinto en sus costumbres y estética.
Mariano Fortuny: Odalisca
Para el espectador occidental, profundamente reprimido, el harén se erigía como símbolo supremo de lo prohibido y lo deseado: un espacio cerrado, secreto, exclusivamente femenino, donde se proyectaban las más íntimas fantasías eróticas. No es extraño, entonces, que proliferaran imágenes de odaliscas lánguidas, interiores orientales y baños turcos: todos ellos escenarios de ensueño, entre lo sensual y lo irreal.

Jean-Léon Gérôme: El baño turco
Jean-Léon Gérôme: Interior del harén
Masriera: Una belleza del harén
Finalmente, los mitos griegos y romanos ofrecían un arsenal inagotable de temas que habilitaban la representación del cuerpo desnudo con absoluta legitimidad simbólica: las metamorfosis de Júpiter, el nacimiento de Venus, las danzas de las bacantes, los juegos de faunos y ninfas. El arte académico del siglo XIX encontró en estos relatos una forma de explorar la voluptuosidad, la belleza ideal y el deseo humano, envueltos en el ropaje de la alegoría y el prestigio de la tradición clásica.
