Valorar un juego por la satisfacción del yo
Del gozo estético al ego satisfecho: la dualidad del placer en el videojuego
A principios de los 80, con la explosión masiva del videojuego, el diseño respondía a una necesidad puramente pragmática. Limitados por la tecnología, los desarrolladores se veían obligados a crear experiencias breves, concisas, que debían ser rentables tanto en los salones recreativos, a golpe de ficha, como en los hogares, sin perder su capacidad de enganche. La solución fue tan simple como ingeniosa: una dificultad elevada. Era la manera de prolongar artificialmente la vida útil de un juego, de garantizar que el jugador no lo devorase en una tarde. La maestría no radicaba en la complejidad de su narrativa o en la inmensidad de sus mundos, sino en la capacidad de dominar sus mecánicas, de superar la frustración y de alcanzar la victoria a base de pura habilidad.
Con el tiempo, la tecnología evolucionó. Los videojuegos se volvieron más largos, más complejos, más accesibles. La curva de dificultad se suavizó para abrazar a un público más amplio. Sin embargo, en un giro paradójico, la exigencia no desapareció. En las últimas décadas, la dificultad elevada no solo ha resurgido, sino que se ha convertido en una demanda, casi un fetiche, para una parte significativa de la comunidad. La competición se ha infiltrado en cada rincón del medio: los e-sports, los speed runs, el simple anhelo de destacar en un ranking multijugador. La recompensa ya no es solo la diversión inherente a la partida, sino la gratificación de saberse superior, de haber conquistado un desafío que otros no pudieron.

Es en este contexto donde géneros como los souls-like, abanderados por la sombra de Dark Souls, o los metroidvania, con Hollow Knight como estandarte reciente, han florecido. Son videojuegos que no temen poner al jugador contra las cuerdas, de frustrarlo una y otra vez hasta que, finalmente, el triunfo se siente como una victoria épica. Son monumentos a la superación personal, pero también, y de forma casi inevitable, al placer del ego. La recompensa final, el motor que impulsa a seguir intentándolo, no es el goce de una narrativa o la belleza de un diseño, sino la capacidad de poder decir: «Lo logré. Soy digno».
Aquí es donde surge la gran pregunta, el dilema que se cierne sobre el diseño de videojuegos: ¿Debe el placer de la experiencia nacer de la autoría del juego o de la satisfacción del «yo» como meta final?
¿Debe un juego atraparnos por su intrincado diseño de niveles, su dirección artística, su atmósfera inmersiva, su narrativa o su jugabilidad exquisita, o debe hacerlo simplemente por el reto que nos presenta, un reto que, una vez superado, se convierte en la medalla de nuestro propio mérito?
Si bien es cierto que la adolescencia, ese crisol de la identidad, es una etapa donde el deseo de sobresalir y demostrar ser «mejor» que los demás alcanza su máxima expresión, esta pulsión no se limita a esa etapa de la vida. En una sociedad obsesionada con la imagen, la validación externa y la demostración de éxito, la necesidad de «chulear» o de pavonearse por lo que se ha logrado se ha vuelto casi una norma. Y es en ese terreno donde el videojuego, al ofrecer una plataforma para la consecución de logros medibles y compartibles, se ha convertido en una herramienta perfecta para alimentar ese ego.

Sin embargo, hay algo intrínsecamente triste en ello. Reducir la experiencia de un videojuego, una forma de arte que ha alcanzado cimas de originalidad y belleza, a una simple herramienta para la autosatisfacción personal es un acto empobrecedor. Pavonearse de haber acabado Hollow Knight puede ser gratificante para el ego, pero es un gozo efímero. Es un logro que, en el gran esquema de las cosas, no tiene ninguna trascendencia.
La verdadera grandeza del ser humano no reside en la capacidad de dominar un desafío artificial. Radica en la capacidad de influir en el mundo, de hacer de él un lugar mejor con nuestra mera presencia. La verdadera satisfacción no es la de haber vencido a un jefe de nivel, sino la de haber dejado una marca positiva en la realidad.
El videojuego, en su forma más pura y elevada, no debe ser un simple gimnasio para el ego, sino un espejo del alma. Debe ser un medio para la introspección, la reflexión, la empatía y la conexión. El placer más profundo y duradero no reside en la satisfacción del «yo» momentáneo, sino en la resonancia de la experiencia estética, en la capacidad del juego para conmovernos, inspirarnos y, en última instancia, hacernos mejores seres humanos. La gran pregunta no es si un juego debe ser difícil, sino para qué lo es. Y la respuesta, en su más noble expresión, debería ser siempre para engrandecer al jugador, no para simplemente ensalzar su ego.