El viaje de los cowboys: de las marismas del Guadalquivir a las grandes praderas

Pocas imágenes resultan tan emblemáticas de los Estados Unidos como la de un cowboy solitario y crepuscular cabalgando por las llanuras del Lejano Oeste. Sin embargo, pocos saben que detrás de esa estampa popularizada por Hollywood está la huella de España. Numerosos historiadores coinciden en que el cowboy estadounidense tiene su origen en los vaqueros españoles, concretamente en los jinetes de las marismas del río Guadalquivir, en Andalucía​. Desde el siglo XVI, al establecerse en América, estos jinetes ibéricos trasladaron sus prácticas ganaderas, su indumentaria y su estilo de vida, sentando las bases de la cultura vaquera en el Nuevo Mundo​. «En las películas del Oeste no hay nada que no sea español», el caballo, las reses, los pueblecitos, pasando por los rodeos y los arreos, afirma el divulgador Borja Cardelús.

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El viaje de los cowboys: de las marismas del Guadalquivir a las grandes praderas

«¿Y fue así como sucedió?», preguntaron una vez a Wyatt Earp. Él, viejo pistolero y leyenda del O.K. Corral, respondió con ironía: «Exactamente así, con alguna mentira más o menos». La frase resume con agudeza la mítica ambigüedad del Oeste, un territorio forjado tanto por la sangre como por el relato.

Lo que hoy entendemos por “cowboy” hunde sus raíces, no sólo en la expansión norteamericana, sino también en el alma ecuestre de España. A medida que el joven Earp ganaba su estrella de sheriff, los Estados Unidos se extendían sobre tierras que, durante siglos, habían sido provincias de la Corona: Luisiana, Nuevo México, California. La herencia hispana, con sus caballeros, sus vaqueros y sus códigos de honor, fermentó en el crisol del Oeste.

Ya en los albores del siglo XVI, exploradores como Vázquez de Coronado y Juan Oñate cabalgaron sobre las actuales llanuras del suroeste estadounidense. Fue el primer encuentro entre el caballero y la vastedad virgen del paisaje norteamericano. López de Cárdenas vio el Cañón del Colorado; Zaldívar dibujó el primer búfalo conocido por Europa.

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Como explica Justo del Río en Caballos y équidos españoles en la Conquista y la Colonización de América, el espíritu del cowboy —su temple, su sentido de la dignidad, su vínculo con el caballo— proviene de aquel español fronterizo que hacía del animal una extensión de su cuerpo y de su linaje. El caballo no era solo medio de transporte: era símbolo de rango, instrumento de guerra y vehículo del imaginario.

Desde Andalucía se exportaron saberes ecuestres que florecieron en las primeras ganaderías americanas. La doma, la monta, el gesto sobre la silla: todo alimentó la figura posterior del jinete solitario que cruzaba los horizontes infinitos de Texas o Wyoming. Incluso el Quijote, en tono burlón, instruye a Sancho en el arte de comportarse a caballo con nobleza de espíritu.

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España llegó a controlar, hasta el siglo XIX, cerca de dos tercios del continente norteamericano. Pero no fueron sólo conquistadores quienes lo habitaron: también lo hicieron hombres anónimos que transportaban ganado, criaban semillas y afrontaban lo salvaje con humildad y destreza. A ellos se debe una cultura ganadera de profundo arraigo, heredada en parte por los cowboys estadounidenses.

En esa danza atlántica, también el arte reflejó este tránsito. Pintores como Remington o Bierstadt, y en paralelo, Lucas o Pérez Villaamil, inmortalizaron la conexión entre paisajes salvajes y figuras a caballo. El bandolero andaluz, por momentos, se confundía con el outlaw del desierto de Arizona.

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Antes del cine, fue la literatura la que tejió el mito: desde los relatos de Karl May hasta las novelitas incansables de Marcial Lafuente Estefanía. El cowboy, que empezó siendo un joven encargado del ganado, fue elevado a héroe romántico. Pero bajo su sombrero y su revólver late, aún, el eco del caballero de la frontera: mezcla de arrojo, cortesía y resignación ante lo inmenso.

En palabras del viejo Earp, tal vez sea así, con alguna mentira más… o menos.

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