El ocaso de Xbox y la paradoja del entusiasmo: cómo Microsoft regala la identidad mientras Nintendo la conserva

El ocaso de Xbox y la paradoja del entusiasmo: cómo microsoft regala la identidad mientras Nintendo la conserva

El reciente anuncio de que Gears of War, franquicia totémica del universo Xbox, llegará por primera vez a consolas PlayStation, ha desatado un clamor unánime —y casi ritual— entre los fieles de Microsoft. El fervor, más que reflexivo, ha sido celebratorio. Las redes sociales, foros y canales de análisis no han tardado en entonar la consigna: Microsoft gana porque se expande; Xbox se universaliza; el jugador, al fin, se libera de los muros de la exclusividad. Este júbilo, sin embargo, exige una pausa crítica, porque bajo la superficie de la victoria aparente se esconde una disolución estructural: la disolución de Xbox como entidad simbólica, como propuesta de identidad gamer, como plataforma diferenciada. El rey no ha muerto, pero se ha quitado la corona por voluntad propia.

A primera vista, los argumentos del entusiasmo parecen razonables. Llevar sus juegos a PlayStation 5 y Steam implica abrir nuevos canales de monetización, multiplicar audiencias y dar visibilidad a propiedades intelectuales que, confinadas a una sola consola, habían alcanzado su techo. La lógica empresarial —fría, implacable— sonríe ante semejante expansión. Pero la industria del videojuego, como la del cine o la literatura, no vive solamente del balance económico: vive también de signos, pertenencias, mitologías y rituales. Una consola es, en última instancia, una forma de ser en el juego.

hq720-1 El ocaso de Xbox y la paradoja del entusiasmo: cómo Microsoft regala la identidad mientras Nintendo la conserva

Xbox, al abrir su santuario a otras plataformas, se desnuda. Abandona la pretensión de templo y se convierte en proveedor. En lenguaje aristotélico, pierde su forma sustancial y asume la de un actor funcional, indistinto, prescindible. Su alma first-party se diluye en una operativa third-party con disfraz de grandeza. Si lo que ayer era exclusivo hoy puede jugarse en cualquier lugar, ¿qué sentido tiene entonces comprar una Xbox? La consola se convierte en redundante, y lo que queda es una marca que ya no representa un espacio cerrado, sino una suscripción flotante, una nube sin cuerpo, un ecosistema deslocalizado. El jugador, aunque aún no lo advierta, queda expuesto, traicionado por la promesa original de fidelidad tecnológica.

El verdadero beneficiado inmediato de esta estrategia es Sony. No por la llegada de Gears of War, que es más simbólica que económica, sino porque se fortalece como la única consola de alta gama que todavía opera bajo el principio de territorio. PlayStation 5, al incorporar títulos históricos de Xbox, se torna más completa, más rica, más irresistible. Mientras tanto, Microsoft cede prestigio, cede espacio, y sobre todo, cede sentido. En su deseo de ser «para todos», se vuelve incapaz de ser para alguien.

Pero hay un tercer jugador en este escenario, y su victoria es aún más significativa por lo que tiene de silencio estratégico. Nintendo, ese eterno outsider que juega sus propias reglas, se convierte de facto en la única compañía que mantiene intacto el espíritu tradicional de la industria: una consola cerrada, con un catálogo propio, intransferible, irrenunciablemente ligado al hardware. No hay Zelda ni Mario Odyssey ni Metroid Prime fuera de Switch. Y eso —más allá de gráficos, potencia o espectros multimedia— constituye una declaración de principios. Nintendo es hoy la última consola de autor.

gkoSkBWxcQ68lm_nLFnmlw__70 El ocaso de Xbox y la paradoja del entusiasmo: cómo Microsoft regala la identidad mientras Nintendo la conserva

Esa singularidad, que antaño podía parecer caprichosa o nostálgica, se revela ahora como una posición privilegiada. Mientras Sony se convierte en el continente hegemónico de todos los juegos posibles, y Microsoft muta en servicio omnívoro carente de rostro, Nintendo persevera en la construcción de una identidad lúdica única. En un mercado donde todos los dispositivos se parecen, donde la pluralidad ha degenerado en homogeneidad, ser diferente es un acto de resistencia y de poder. A largo plazo, esa fidelidad a sí misma puede resultar mucho más lucrativa —y respetada— que cualquier expansión calculada.

Lo que se revela aquí no es una batalla de plataformas, sino una batalla de almas. Xbox ha optado por el lucro a corto plazo, sacrificando su aura; Sony, sin renunciar al negocio, conserva el orgullo de la distinción; Nintendo, en cambio, sostiene un modelo que ya no es sólo comercial, sino casi filosófico: la consola como refugio, como promesa, como rito. Y eso, en tiempos de mercenarios y franquicias que saltan de puerto en puerto como náufragos bien pagos, vale más que cualquier tabla de ventas.

Puede que te hayas perdido esta película gratuita