Pedro Sánchez y la trampa dorada del turismo: ¿España avanza o solo sirve copas al mundo?
En medio de los titulares triunfales que ensalzan a España como la “mejor economía del mundo desarrollado” según The Economist, se esconde una pregunta incómoda que nadie en Moncloa parece querer abordar con claridad: ¿y si el milagro económico de Pedro Sánchez fuera, en realidad, un espejismo soleado, levantado sobre las espaldas de camareros agotados y ciudades saturadas de turistas?
La economía española, tras años de crisis, reformas tímidas y una pandemia devastadora, ha encontrado un salvavidas tan lucrativo como peligroso: el turismo. Con más del 12% del PIB y más de 3 millones de empleos sostenidos por este sector, no es de extrañar que el gobierno celebre cada nuevo récord de visitantes como si se tratara de una victoria industrial. Pero detrás de las cifras alegres se esconde una maquinaria que, aunque reluce en las portadas, cruje en sus engranajes.

El modelo Sánchez: ¿crecer o aguantar?
El gobierno de Pedro Sánchez ha optado por un modelo económico de corto aliento, más centrado en la atracción de turistas que en la consolidación de una economía productiva a largo plazo. El turismo no solo genera ingresos rápidos, sino que también disimula el fracaso de otras áreas clave como la industria, la tecnología o la innovación. Lo que podría parecer una estrategia pragmática es, en realidad, una señal de agotamiento estructural.
«El turismo no enriquece a las naciones, solo maquilla su pobreza», advierte Marko Jukic, analista de Bismarck Analysis. Y mientras los informativos celebran la llegada del turista número 100 millones, los jóvenes emigran, los alquileres se disparan, las calles de las ciudades se saturan y el trabajo cualificado se desincentiva en favor del empleo precario. La España de los camareros sonrientes es, al mismo tiempo, la España que pierde ingenieros, científicos y profesores.

¿Terratenientes y sirvientes? La fractura social que el turismo acelera
Lejos de ser un motor de equidad, el turismo ha profundizado una fractura: por un lado, los propietarios de inmuebles que multiplican sus beneficios gracias a Airbnb y al alquiler turístico; por otro, millones de trabajadores atrapados en la temporalidad, los salarios bajos y la sobreexplotación. El gobierno, mientras tanto, mira hacia otro lado. La apuesta por el turismo masivo no se acompaña de una regulación firme de la vivienda, ni de una diversificación productiva clara.
«Nos convertimos en una economía de sirvientes», dice sin rodeos Jukic. Y es difícil rebatirle cuando las estadísticas muestran que los sectores de mayor valor añadido (tecnología, industria, I+D) siguen en declive o estancamiento, mientras la hostelería absorbe el grueso del empleo creado. El problema no es que el turismo no sea útil, sino que se haya convertido en lo único que funciona.

La Europa de dos velocidades… y dos vocaciones
Mientras el norte de Europa consolida sus economías en torno a la innovación, la tecnología y la alta productividad, España —como Grecia o Portugal— se ha resignado a su “ventaja comparativa” mediterránea: sol, playas y sangría. La integración europea, lejos de nivelar el terreno, ha empujado a nuestro país hacia un rol subordinado: el de destino vacacional del continente.
El gobierno de Pedro Sánchez celebra cada récord turístico como si fuera una medalla al mérito económico. Pero lo que se presenta como una historia de éxito, podría ser en realidad una trampa de dependencia. Y lo peor es que no hay plan alternativo: ni revolución digital, ni reforma educativa profunda, ni estrategia industrial ambiciosa. Solo el sol, y los bares.

Una economía vulnerable, una sociedad agotada
La dependencia del turismo tiene efectos colaterales profundos: desde la subida imparable de los precios del alquiler hasta la saturación de servicios públicos en zonas costeras. Además, es una industria hipersensible a factores externos: basta una pandemia, un atentado, una ola de calor extrema o una nueva competencia internacional para que todo se tambalee. ¿Dónde queda, entonces, la resiliencia tan proclamada por el Ejecutivo?
Según el estudio de Bürgisser y Di Carlo, el sur de Europa —España incluida— se encuentra peligrosamente atado a una actividad de bajo valor añadido, frágil y poco escalable. Mientras Dinamarca, Países Bajos o Suiza invierten en sectores punteros, nosotros seguimos apostando por colocar sombrillas.

El espejismo de los récords
¿Puede una nación con 47 millones de habitantes enriquecerse solo recibiendo turistas? El ejemplo de Croacia demuestra que no. Para alcanzar el PIB per cápita de Suiza únicamente con ingresos turísticos, harían falta cifras de visitantes absolutamente imposibles. Y sin embargo, ese parece ser el camino elegido —o al menos tolerado— por el gobierno de Sánchez.
Porque mientras se celebra que España encabeza el crecimiento del euro, se obvian realidades como el envejecimiento poblacional, la baja natalidad, la fuga de talento y la insuficiencia crónica del sistema público de pensiones. Problemas profundos que requieren respuestas valientes, no fotos sonrientes en Fitur.
¿Y después del verano, qué?
El turismo puede ser un complemento, pero nunca el cimiento de una economía moderna. Apostar todo al turismo es como construir una casa sobre la arena: puede durar una temporada, pero basta una marea para derrumbarla. La pregunta clave no es cuánto crecemos hoy, sino cómo viviremos mañana. Y la respuesta, al parecer, no la tiene este gobierno.
Pedro Sánchez ha pilotado una economía que resiste, pero no avanza. Que brilla en verano, pero se apaga en otoño. Que da cifras récord en titulares, pero precariedad en los barrios. El turismo es una bendición disfrazada de anestesia. Y España, sin un nuevo pacto de futuro, podría terminar no como la potencia mediterránea del siglo XXI, sino como su camarera.