HISTORIA DE LA MASTURBACION

De la mano al corazón: breve historia de la masturbación como gesto fundacional

Desde las cavernas prehistóricas hasta los laboratorios asépticos del siglo XX, la masturbación —acto tan íntimo como universal— ha trazado una línea invisible pero constante entre la carne y el mito, entre el pudor y el poder. En las entrañas de cuevas milenarias, el arte rupestre ya inscribía siluetas humanas en pleno goce solitario. En la isla de Malta, una pequeña figura de arcilla, datada hacia el cuarto milenio antes de nuestra era, representa sin ambages a una mujer acariciándose su sexo. Y no faltan imágenes en otras latitudes de hombres empuñando su falo como si de cetros sagrados se tratase, o de amantes entregados al sexo oral como ritual primitivo de adoración.

El antropólogo Maciel Dublín lo explica con una crudeza esclarecedora: en ciertas culturas originarias, el deseo se manifestaba con la acción. El varón se exhibía, se tocaba, y la mujer respondía desde su propio centro. Así, con mirada y mano, comenzaba un diálogo corporal que conducía al éxtasis compartido.

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En Sumeria, la sexualidad no conocía los grilletes de la moral occidental. Viejos y jóvenes, hombres y mujeres, libres de categorías como «heterosexual» u «homosexual», se buscaban y se encontraban. El dios Enki, patrón de aguas y fertilidad, dio nacimiento a los ríos Tigris y Éufrates con su semen divino, derramado tras una autosatisfacción mitológica. Afrodisíacos, ungüentos para prolongar la erección, y relatos sagrados donde el acto masturbatorio era principio creador, formaban parte de una cosmovisión sin culpas.

En el Egipto ptolemaico, la masturbación era un gesto sagrado. Atum, dios solar, creó el universo con sus propias manos, vertiendo su semen en el vacío original. La autosatisfacción no era un desvío, sino un acto cósmico, una expresión de potencia divina.

Los griegos, con su humor picaresco y su amor por los placeres sensoriales, también dieron espacio generoso a la masturbación. Vasijas, frescos y comedias nos la devuelven con una normalidad festiva: hombres y mujeres entregados al goce propio sin culpa ni secreto. Aristófanes la convirtió en rutina escénica; Platón la debatió en sus simposios. Incluso el sabio Diógenes, con la desfachatez que lo caracterizaba, era apodado «el filósofo del pene infatigable». El dios Pan, travieso y salvaje, habría enseñado a los pastores a masturbarse como vacuna contra el abuso animal.

En contraste, Roma, aunque abierta en sus prácticas, era más reticente en sus discursos. La masturbación era cosa de esclavos o de clases bajas, aunque los poetas sabían que los patricios no le hacían asco al placer solitario. En los baños públicos —espacios donde el sudor, el vapor y la política se entrelazaban— también fluía el semen, aunque la palabra no lo nombrara. Los esclavos masturbatorios, cuerpos asignados al goce ajeno, son testimonio de una sociedad que convirtió la carne en moneda. Las esclavas germánicas, vendidas por su belleza y su juventud, servían tanto en los lechos como en los prostíbulos creados por Calígula para escarmiento de los ricos.

El cristianismo primitivo, sorprendentemente, no fue el azote represivo que después sería. En sus primeros siglos, celebraba una libertad que luego perdería: aceptaba la homosexualidad, no censuraba la masturbación, y los frescos de las catacumbas aún mostraban cuerpos entrelazados sin distinción de género. Fue la consolidación del poder eclesial, sobre todo desde la Edad Media, lo que invistió al sexo con culpa, y al deseo, con pecado.

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San Agustín lo dejó escrito con feroz contundencia: «Si tu mano te conduce al pecado, córtatela». El semen se convirtió en simiente sagrada que no debía derramarse en vano. La masturbación fue condenada, pero floreció —como toda flor prohibida— en la sombra de los monasterios. Monjes y novicios se entregaban al placer solitario, al tiempo que la represión alimentaba el deseo y, a menudo, la violencia. En ese clima, la mujer fue demonizada, convertida en bruja por el simple delito de provocar deseo.

El Decamerón de Boccaccio, escrito en 1353, fue un bálsamo irreverente frente a la peste negra y la hipocresía. Jóvenes entregados al placer, al humor y a la crítica social escapaban del encierro físico y mental. El Renacimiento, siglos después, traería consigo otra bocanada de libertad. Miguel Ángel, dicen, se masturbaba ante sus frescos. En los palcos teatrales del siglo XVI, la nobleza se acariciaba mientras danzaban los cuerpos en escena. Y cuando el clímax se acercaba, apoyaban el sexo sobre la barandilla del palco y eyaculaban sobre los desafortunados plebeyos de abajo. Aquel que no podía pagar más, se protegía con trapos.

Pero la Ilustración no vino sola. En 1716, un teólogo calvinista, Balthazar Bekker, publicaba Onania, panfleto moralista que transformaba la masturbación en enfermedad mental. Desde entonces, médicos, educadores y religiosos comenzaron una cruzada: el semen desperdiciado se convirtió en síntoma de locura, en amenaza para el cuerpo y el alma. Se crearon celdas especiales para «onanistas compulsivos», se vendían manuales para «escolares viciosos», y en Estados Unidos, un librito para dejar de masturbarse alcanzó los dos millones de ejemplares vendidos.

Así, el siglo XIX y buena parte del XX consagraron el paradigma: masturbarse era signo de patología, de soledad, de fracaso social. Quien no tenía pareja debía cargar con su culpa y su diagnóstico. Aunque el psicoanálisis y la sexología liberadora de los años 60 y 70 comenzaron a cuestionar estas cadenas, la medicina y la educación continuaron marcando la línea de lo prohibido.

Hoy, en plena era de hipersexualización digital y algoritmos eróticos, la masturbación aún guarda ecos de vergüenza heredada. Aunque el cine, la literatura y el arte han contribuido a su dignificación simbólica, aún sobrevive ese susurro de culpa, ese espejo de siglos donde el cuerpo es condenado por desearse a sí mismo.

Pero el goce —como el agua o la hierba— encuentra siempre su cauce. Y cada mano que se desliza por un cuerpo solitario es también un acto de resistencia íntima contra los siglos de represión, un rito silencioso, acaso sagrado, donde el alma toca, al fin, su propia carne.

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